viernes, 17 de junio de 2016

No me grites, que no te escucho

Como os contaba en el post anterior, gritar no funciona, sólo hace que las cosas se salgan de control.
Cuando grito a mis hijos y obedecen, no lo hacen porque hayan aprendido, sólo consigo que acaten órdenes. Incluso gritando, muchas veces tampoco consigo que hagan caso, porque se acostumbran a que les grites y te escuchan aún menos.

¿Pensáis que los gritos son el reflejo de nuestro fracaso como padres y educadores? Yo creo que en cierta manera sí, pues muestran que estamos desbordados y no sabemos cómo actuar.

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Pero el problema no son sólo los gritos. A veces sin gritar decimos cosas que no deberíamos decir, sin darnos cuenta del daño que les hacemos (a cualquier edad, pero sobre todo cuando son pequeños). Somos violentos verbalmente, les insultamos, les amenazamos, les menospreciamos o les ignoramos. Esto, aunque suena duro decirlo, es maltrato psicológico, y lo hacemos más de lo que creemos. Pegar está mal visto, pero decir a tu hijo “eres tonto”, “eres un vago”, “no haces nada bien”, etc. deja huella en su personalidad. Podéis leer este artículo: Los gritos también dejan huella en la personalidad de los niños.

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No quiero que mis hijos sean buenos y obedientes porque hacen lo que yo les digo y como yo quiero. Porque serán adultos sumisos que no se cuestionarán el por qué de las cosas. Quiero que sean responsables de sus actos, que sepan por qué hacen las cosas, por qué es mejor de una manera que de otra y no porque lo digo yo. Ya tendrán tiempo de encontrar en la vida personas menos tolerantes e irrespetuosas. Entonces sabrán lidiar con ellos o, por lo menos, tener claro que no merecen ser tratados así.

No voy a decir que no gritar es fácil, pero creo que se puede. Seguramente en este “camino sin gritos” alguno se escape de vez en cuando, a veces puede ser irremediable y justificado, pero lo que no puede es convertirse en algo habitual.

Hay que conseguir ser creativo y buscar alternativas y estrategias.

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Todos conocemos a algún padre o madre que nos gusta cómo se relaciona y trata a sus hijos, que muestra gran paciencia y que nos hace pensar "me gustaría ser como él". Preguntémosle cómo hace o pasemos más tiempo con ellos para aprender.

Y yo, ¿qué puedo hacer?
1. Elige 2. Arriesga 3. Cambia
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Lo primero que debemos hacer es ser conscientes de que queremos cambiar. Por eso debemos comunicárselo al resto de la familia, incluidos los niños. Así podrán ayudarnos a calmarnos en los momentos en que comiencen nuestros enfados.

A mis hijos les he pedido que cada vez que mamá comience a enfadarse mucho vengan a abrazarme. Así me doy cuenta de lo mucho que nos queremos y de que no quiero ser un mal ejemplo para ellos. Cuando las cosas que tienen que hacer son rutinarias, les digo que (como saben lo que tienen que hacer, no son sordos y entienden lo que mamá les dice) mamá sólo va a repetir las cosas una vez. No es necesario repetirlas ni llegar a los gritos. Así, cuando les he pedido algo y todavía no lo han hecho, empiezo a contar hasta tres en voz alta, dándoles tiempo para que se pongan a hacerlo.

Pero si aun así me dan ganas de gritar cuando mis hijos no escuchan o no obedecen, paro un segundo, respiro profundo, y pienso que sólo tiene 2 años (o los que sean), que solo es un niño y que seguramente no lo hace aposta. A veces se puede necesitar ir a otra habitación un momento a recuperar la calma. Podemos pensar que “por lo menos” ha sido eso y no otra cosa, que podía haber sido peor, como cuando tira toda la bolsa de cereales por el suelo porque quería echárselos solito. “Por lo menos” sólo ha sido eso, quería ayudar y ser mayor. Es mejor ayudarles a barrer los montones de cereales que cubrían el suelo en vez de lanzarles un grito exasperante.

Otra cosa importante es ponerse a su altura para hablarles. Siempre es mejor cuando la gente que nos habla nos mira a los ojos y no desde arriba: arrodillémonos para hablarles a su altura, mirémosles a los ojos, y no les digamos las cosas a gritos desde otra habitación.
Una cosa que se me ocurre, pero que no he puesto en práctica, es usar un silbato cada vez que no podamos más y queramos gritar (tipo Sonrisas y lágrimas). Aunque puede resultar algo atronador y militar.

Para saber cómo vamos consiguiendo nuestro propósito podemos llevar un cuaderno donde vamos anotando si gritamos y qué nos hace gritar para empezar a identificar los motivos. Para mí es más sencillo hacer un calendario en el que voy poniendo puntos de colores como un semáforo que me indica los días que no grito (verde), los días en los que hay algún grito, pero controlado y consciente (amarillo) y los que exploto sin mesura (rojo). Si lo ponemos en un lugar visible iremos viendo nuestros progresos.

Y es fundamental intentar descansar, dormir bien, hacer ejercicio, cuidar la relación con mi marido y con los amigos y relativizar, es decir, no todo tiene que estar perfecto. 

Cuidar de mí no sólo me ayuda a no gritar, sino también me hace disfrutar más de la relación con mis hijos (y con mi marido), ser más amorosa y estar más feliz. 

Y siempre, pedirles perdón. Pedir perdón no nos quita autoridad, muestra que mamá y papá también se equivocan, que estamos aprendiendo, que realmente nos importan y que queremos quererles bien. Además damos ejemplo y les enseñamos a pedir perdón y a perdonar.

Aunque a veces grite más de lo que debo o quiero, ser consciente de ello y comunicárselo a mis hijos hace que ellos me muestren su amor y su comprensión.

Quiero que mis hijos sigan pensando que soy la mejor madre del mundo y que les quiero y estoy con ellos siempre, hasta cuando se equivocan.


¿Te animas a dejar de gritar? Nunca es tarde para intentarlo. La convivencia será mejor y ellos te lo agradecerán.







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